El verano ya declinaba, entre noches frescas y mañanas aún cálidas, que nos seguían convocando al ritual que invariablemente habíamos venido realizando año tras año, cada vez que asomaba el sol: proveernos de los implementos playeros, caminar dos cuadras, cruzar la Av. República de Panamá, bordeando El Cortijo y bajar por la Av. Armendáriz, para ocupar la tibia arena de Barranquito o Los Pavos, (o la Herradura, más allá), que con el paso de los días iba tornándose menos concurridas (a pesar que cada año era mayor la presencia de gente), para disfrute de los que las sentíamos tan nuestras como el propio barrio, como los tonos de Barranco o Miraflores, como la hierba de Torres Paz, Catalino Miranda o Raimondi, como los preparados de la Costa Verde o los de la licorería Gatopardo, como los sándwiches del Tejadita, las papas de la Casita, las pizzas del Pozo de San Ramón, los cines de Miraflores, las discotiendas (llamadas discotecas), los Churros del Manolo, el bowling, el pinball, el billar de Los Pinos, el golfito del Rancho y la avenida Larco, en fin, como todo lo que alguna vez marcó nuestras vidas.

En el calendario, el verano ya había dado paso al otoño, pero en Lima las estaciones se confunden y en la práctica solo tenemos dos. Lo que si se había ido hace rato es mi adolescencia, que de tanto jugar a ser adulto, decidió abandonarme, aunque en la cara aún se me veían las huellas de la inocencia, la imprudencia y la falta de experiencia.

No recuerdo si fue en radio Panamericana, Miraflores o América, en la frecuencia AM., o en la recién fundada Doble 9 (99.1), en FM., que lo escuche por primera vez.

Estaba en la cocina de mi casa, completamente solo, después de haber comido lo que había, preparándome para salir. Recuerdo que solo se escuchaba el ruido de la avenida, que se acentuaba cunado pasaban los Ikarus.

Antes de ir a buscar a mis amigos, me preparé una limonada y para llenar el espacio de música, encendí la radio casetera marca Grundig, que mi hermano había traído de Alemania unos años atrás. Como no era mi radio, sino la radio de la cocina, porque una radio de cuatro bandas, de marca National, ya había venido a reemplazarla en la preferencia paterna, y mi radio era más bien una pequeña, de marca Phillips, el aparato estaba sintonizado en Radio Atalaya, una popular emisora en la frecuencia AM., que me enseñó a querer a los Beatles, a comienzos de los 70, cuando pasaba un programa de una hora, dedicado a recordar su música, aún fresca en la memoria popular.

Apenas encendí la radio, se dejó sentir la voz de Camilo Sesto, que entonaba una nueva canción llamada: “Vivir así es morir de amor”, que ahora reconocería con agrado, pero que, por aquellos días no era música de mi preferencia, y no precisamente por aquel prurito clasista que llegaba a identificar a las baladas en español como “música de empleadas”. Y es que las personas, a cualquier edad, pero sobre todo entre la adolescencia y la juventud, pueden llegar a ser muy tontos, y como se trata de una edad en la que imita mucho, estas conductas se replican, más aún porque, como decía Marco Aurelio Denegri: la estupidez es contagiosa.

Así que me puse a buscar otra radio, primero en AM (América, 1160, Miraflores, Panamericana, radios de rock y pop), y me parece que al final recalé en FM, que por entonces era la novedad, pues, que yo recuerde, hasta 1978, había pocas emisoras en FM.: Radio 100 (después Stereo Lima 100), Radio Aeropuerto, Unión FM, Radio del Pacífico y alguna más, casi todas dedicadas a un público adulto selecto. Los nuevos vientos ya hacían presagiar lo que a partir de los 80 sería una vorágine radial popular en la frecuencia modulada.

La novedad en la FM, para una audiencia juvenil urbana ávida de novedades, fue Doble Nueve (99.1), que luego se hizo llamar “La primera radio rock del país” (aunque de rock peruano, y en castellano, difundió muy poco). Y lo realmente novedoso fue que, por primera vez, en Semana Santa, en la casa, en las reuniones juveniles o en los consabidos campamentos que se hacían por aquellas fechas, pudimos escuchar radio, sin tener la sensación que estábamos yendo a misa, pues a diferencia de las demás emisoras que abrían sus ondas (porque había las que salían del aíre), en esos días, que para nosotros no eran nada santos, podíamos escuchar rock y pop gracias a Doble Nueve, la radio que fundó Manuel Sanguinetti, ex vocalista de Traffic Sound.

Porque, realmente resultaba tedioso para los espíritus jóvenes, ávidos de diversión, liberados de las ataduras de la religión y enfrentados a la tradición y el conservadurismo, estar de campamento, en la playa o en el campo, y pasarse los dos días “santos” escuchando “música sacra”. Para eso estaban las iglesias.

Y es que era precisamente de ese ambiente de luto y contrición, con el que no comulgábamos, que buscábamos salir, a donde nos llevara el buen tiempo. Claro que ponerse a tocar la guitarra y cantar lo que se nos ocurriera podía ser una alternativa a tener que encender la radio y recibir una descarga de severidad (que desde luego hoy apreciamos de otra manera), o, si había suerte, alguien podría haber llevado un aparato tocacasette o una radio casetera, y salvaba el día, aunque las pilas se agotasen muy rápido.

Por ello es que la flamante señal rockera, paradójicamente resultó liberadora, una gran acompañante de las juergas de Semana Santa (o tranca, como después le añadieron), y una novedad además, porque difundía música fuera del circuito comercial y la moda imperante, así que las escapadas de ese feriado adquirieron un nuevo ambiente. Aunque hay que decir que muy pronto la religiosidad de las otras radios cedió frente a la demanda y la competencia. Y, no se trataba de libertad, se trataba de dinero.

Me parece que fue con esa radio que llegué a ese gran ruido que me hizo reventar la cabeza. En aquellos días, el sueño de poseer el gran equipo de sonido (el cuadrafónico, por ejemplo), para tener la sensación del concierto de rock, tan lejana a muchos, era común a todos nosotros (jóvenes alienados de clase media), y recuerdo que aquella noche, sabiendo que no había nadie cerca, decidí subir el volumen más allá de lo acostumbrado, y fue que la guitarra de Rick Nielsen y la voz de Robin Zander de la banda Cheep Trick llenaron mis sentidos gritando “¡surrender, surrender, but don't give yourself away!”

Era un himno a la pérdida de la adolescencia, a los conflictos que surgen con las primeras experiencias sexuales y al choque generacional que confrontó a los baby boomer con sus padres, que, en el caso de la canción, se trataba de padres experimentados, que aún seguían teniendo una vida interesante y por ello mismo le hablaban a su hijo desde la experiencia propia (algo incómodo sin duda), pero que algunos hijos saben valorar y rendirse ante los consejos.

Pero a mí me supo sobre todo a una gran explosión de aquellas que te lanzan contra la pared y ya no vez las cosas de otro modo. De esas que pueden ocurrirle con frecuencia a un espíritu joven ávido de experiencias, al que no le llegó a gustar Kiss.

Rock en vivo, en su plenitud, en un espacio (Budokan, Japón, 1978) donde se sentía desbordada la alquimia, como en otros grandes conciertos, como en los partidos de fútbol trascendentales, o como cuando realmente se hace el amor. Aquella noche, ese gran ruido que puso a prueba a esa pequeña Grundig, quedó impregnado en mi memoria, y felizmente, el video del tema, que pude apreciar años más tarde no borró esa huella, como también me ocurrió con tantos otros eventos que la vida me prestó para darle forma a mi ser.

Porque de eso está hecha la vida, de pequeños momentos que hacemos grandes cuando los sabemos entrelazar en este largo devenir, que empieza a cobrar sentido cuando todo lo vivido hace que sintamos que ha valido la pena haber llegado hasta aquí, rindiéndose ante lo evidente, pero no ante la posibilidad de seguir aprendiendo… siempre.