Hay una sensación nociva, que nos puede empujar hasta el borde del abismo. Quisiera llamarla frustración, pero, no se parece a un sueño roto, a un ideal quebrado o a un proyecto inalcanzable. Es más bien un sentimiento de aquellos, que pueden refrenar tus ímpetus, que te pueden dejar desencantado, o sumirte en el desaliento, al menos por un tiempo.

Se parece a la sensación que se tiene después de haber comido en un costoso restaurant un plato que no te ha gustado, pero tienes que pagarlo; esa sensación que tienes cuando has llegado a fin de mes, has cobrado tu sueldo, pero lo tienes que entregar a los acreedores o a cubrir gastos de otros, y apenas te alcanza para un capricho barato (que, si te place, puedes compartir). Y aquella otra que se tiene luego de haber arrojado las ganas por los genitales, sin amor y sin pasión, solo por darle satisfacción temporal al cuerpo. Cosa que también hay que atribuirle a la culpa y al temor con que te arroparon.

O esta otra sensación que te hunde cuando has publicado cualquier cosa, y nadie te ha enviado un like, o siquiera te han leído, sea que hayas compartido un post, un tweet, un relato, un poema o un libro entero. Y tal vez ocurra porque no tienes amigos, conocidos o clientes a los que interese lo que haces con el oficio de la palabra (aunque aparenten interesarse, y termines recibiendo meras cordialidades), o tal vez sufras esa falta de atención, si es que publicas lo que tú crees que es literatura, porque no perteneces a uno de esos círculos literarios, escuelas, asociaciones, gremios, cofradías, sectas o grupos de intercambio, que te reciben a cambio de halagos, cuotas o aportes; espacios donde te encasillan, te ponen un membrete y te ofertan.

Es verdad que siempre puedes acudir al recurso de hacerte, decirte o creerte independiente, de convertirte en un lobo solitario, una suerte de ermitaño, asceta o anacoreta, como Dickinson o Proust; un misántropo, peleado con la gente, como H..P Lovecraft o Pio Baroja, o un precoz revolucionario que fue a buscar el mundo real, como Rimbaud o Javier Heraud; un esteta marginado, como Oscar Wilde. O un ácido intelectual, viviendo en su torre de marfil, al acecho, como un francotirador.

Incluso, un recurso para huir del nocivo sentimiento es consolarte con la idea de la reivindicación tardía o el reconocimiento póstumo (como ocurrió con Kafka, Poe, Plath o Bolaño) pero, de qué puede servir aquello, si no te produce satisfacciones en vida. Solo regodearse ante la posibilidad que tu nombre pueda cobrar importancia algún día, y nada más.

Hay, sin embargo, muchas maneras de ser auténtico y obtener reconocimiento, sin tener que pasar por el penoso trance de someterte al establishment, mendigar oportunidades, tentar la suerte en concursos, o recurrir al favor cortesano. Pero, para ello hay que dejar esa misantropía y bajarse de la torre, que es más fácil hoy en día obtener reconocimiento a la obra con valía, que lo era antes, pues las herramientas tecnológicas pueden ayudar a que la sensación de evanescencia del ser creativo cese, al cubrirnos de ilusión, cuando, en lugar de sentirnos al borde del abismo, a punto de caer a un profundo hoyo, sin posibilidad de retorno, podamos pararnos al pie del universo, y desplegar las alas para volar, alcanzando mundos maravillosos, que solo la creación literaria nos puede mostrar, y eso bastaría para seguir en esta tarea, a pesar de los baches que las pequeñas frustraciones nos puedan dejar, porque siempre nos tendremos a nosotros mismos, para crear, disfrutar nuestra obra y recrearnos cada vez que nos resulte necesario. Pues, aunque parezca inútil consuelo, para quien ama escribir, basta la ocasión para hacerlo y saber que ha logrado plasmar en el texto sus ideas.

La creación, en cualquiera de sus expresiones, es un acto sublime, que convierte al creador en una suerte de Dios, pero un Dios que puede ser feliz con su obra. Más aún, la creación es en esencia un acto humano, y crear dioses no ha sido nuestra mejor obra, crear humanos es, con mucho, nuestra tarea pendiente, y será nuestro mayor logro. En tanto, desde cada mente y cada mano, vamos bordando cada segmento de la humanidad, que nos espera allá, en el portal que marca el inicio de la nueva realidad.

La literatura es una forma de vida, en la que el creador disfruta convirtiéndose en el protagonista de su propia obra. Cuanto más se atreva a vivir, su obra será más auténtica. Cuanto más creatividad e imaginación vuelque, su obra será más atractiva, y cuanto más esfuerzo y dedicación le ofrezca, mayor será la posibilidad que un día surja el talento entre sus manos, y pueda alcanzar con sus alas el Parnaso.

En tanto, vuelvo a mis letras, que no habrá frutos si no riego a diario las semillas.