“Porque mi patria es hermosa, como una espada en el aire…”

(Javier Heraud)

Hoy, pasados doscientos años, ya no se cuestiona si fue necesaria la independencia del dominio español, en 1821. Se cuestiona en todo caso la manera como se hizo, quiénes la hicieron y si fue una verdadera independencia o, como señala Pablo Macera, solo una emancipación, y terminamos pasando del yugo español al inglés, y luego estadounidense.

El Bicentenario es una ocasión única, que lamentablemente está siendo opacada por la pandemia y los eventos políticos de estos días, y que, antes de generar jolgorio y dispendio, debe ser la oportunidad para reflexionar acerca de su trascendencia.

Esa independencia trajo para la naciente república una inevitable crisis, que es frecuente en todo proceso de cambios, en todo quiebre histórico, crisis que, como señala Nelson Manrique, provino de la disgregación de la economía colonial, la degradación del poder político al interior de las sociedades originarias, así como la debilidad del Estado naciente, que afectaron el proceso de implementación de una república de ciudadanos iguales en derechos y con un objetivo común. En un Estado cuya nación no era siquiera un proyecto factible y el poder se concentraba en un grupo de ciudadanos blancos y mestizos propietarios, frente a la gran mayoría de población mestiza pobre, indígena y negra, no obstante que la independencia, como precisa Carmen Mc Evoy, fue precedido por una era revolucionaria en la sierra peruana, que la historiografía oficial y el relato hegemónico de los últimos 200 años, se ha encargado de ignorar. Al menos hasta hace unas décadas.

La independencia, si bien dejó de lado la tradición virreinal y buscó inspirarse en los principios de la modernidad, no pudo eliminar el racismo, que hizo imposible el sueño liberal de una república de ciudadanos iguales y libres, además de mantenerse casi intacto el poder de la iglesia.

De la independencia surgió un Estado que no llegó a todos los peruanos, sino hasta bien entrado el siglo XX. Un país que estuvo dominado por males decimonónicos como el caudillismo, el autoritarismo, el clientelismo y el populismo, Además de la corrupción, que es casi un mal endémico en el país, como nos ha mostrado Alfonso Quiroz en su obra fundamental: Historia de la Corrupción en el Perú.


“Hasta cuándo estaremos esperando lo que

no se nos debe... Y en qué recodo estiraremos

nuestra pobre rodilla para siempre! Hasta cuándo

la cruz que nos alienta no detendrá sus remos.”

(César Vallejo)


Hoy, 200 años después de la independencia, estamos frente a una situación de quiebre, de crisis del modelo político y económico, y de aspiraciones de cambio, potenciada por la pandemia del Covid-19 y su consecuente impacto económico. Un momento en el que nos enfrentamos al reto de concretar el deseo de una patria unida (“Firme y feliz por la unión”), una suerte de segunda independencia, de un modelo político que no ha sabido crear una república democrática, independiente y soberana (que es como define al Estado peruano la Constitución de 1993, hacía lo propio la de 1979 y en parte la de 1933), que ha sido la aspiración de los fundadores del Estado peruano, y no se concreta aún.

En todo caso, antes que una independencia política, el Perú requiere superar el modelo económico primario exportador, que nos mantiene sometidos a los vaivenes de los mercados internacionales de commodities, sujetos principalmente a los precios de los minerales y los productos agrícolas. Dependientes de lo que la naturaleza pueda proveer, sin mayor intervención nuestra en su elaboración, transformación y otorgamiento de un valor agregado.

El reto que nos plantea el Bicentenario, como un momento propicio para revisar nuestras prioridades, es el buscar lograr la independencia de los condicionamientos culturales, que nos tienen sujetos a una realidad ajena, que nos aliena de nuestra realidad y no nos permite ver con claridad el futuro que necesitamos para alcanzar el Estado de bienestar.

Un país donde la diversidad cultural es su riqueza, pero la discriminación es su maldición; donde la infección aún no ha cubierto el cuerpo entero, allá, fuera de la capital, donde Gonzales Prada decía que no miraban los oligarcas limeños, donde todavía hay muchas áreas sanas. Ese espacio que el centralismo limeño ha llamado el “Perú profundo” o “el interior del Perú”, un inmenso país de hombres y mujeres poseedores de una gran riqueza cultural y una tradición milenaria que, por encima de la voluntad de los aristócratas limeños, hizo posible la primera independencia. Lo que se ha venido en denominar “las independencias regionales”, que involucró a sectores populares, y en particular a las mujeres.

Debemos empezar a creer que es posible llevar a cabo el sueño de una patria de ciudadanos y ciudadanas libres, iguales ante la ley, integrantes de una nación que valore el legado de lo mejor de nuestro pasado, pero seamos sobre todo dignos de quienes nos habrán de juzgar en el futuro y se beneficien de nuestra obra. Solo hay que emprender el camino personal de la excelencia en todos nuestros actos, y afrontar el esfuerzo colectivo de la eficiencia en el servicio público, la corrección política y la búsqueda del bienestar común de la actividad económica. Todos tenemos derecho a buscar el éxito y la riqueza material y espiritual, pero también el deber de no hacerlo por encima del interés general.

El Perú debe dejar de ser el país de las oportunidades perdidas, para lograr ser el país de los grandes logros.

“Quiénes únicamente se solazan con el pasado, ignoran que el Perú, el verdadero Perú es todavía un problema. Quiénes caen en la amargura, en el pesimismo, en el desencanto, ignoran que el Perú es aún una posibilidad. Problema es, en efecto y por desgracia el Perú; pero también felizmente, posibilidad”

(Jorge Basadre).