La discriminación no solo se manifiesta respecto a factores étnicos, socioeconómicos o de género. Es también un problema generacional, pues se produce por factores etarios, esto es, por pertenecer a una u otra generación, entre personas de distinta edad.
En sociedades desestructuradas o en las que se mantiene prejuicios y estereotipos, los rechazos y desprecios cruzan en ambos sentidos la línea generacional, desde el niño, hasta el adulto mayor. Y es frecuente encontrar estos desencuentros en asuntos cotidianos, como la comida, el vestir o la música, que divide a las generaciones, pero también en aspectos de mayor trascendencia, vinculados a la situación política o económica del momento.
Más aún cuando entre una y otra generación hay un quiebre o la más antigua presenta hechos traumáticos o de gran impacto (un terremoto, un meganiño, una hiperinflación, una guerra, un desastre natural, un gran accidente o un gran evento deportivo), que las posteriores generaciones no han vivido, y el reclamo vivencial se convierte en una herramienta de descalificación, que no busca necesariamente inducir al más joven a conocer los hechos que el mayor esgrime como preciado emblema, sino simplemente callar, desautorizar, enmudecer, sancionar al atrevido con adjetivos que buscan destacar su supuesta inocencia, ingenuidad, inexperiencia y en ocasiones, hasta su estupidez. Y desde luego se apela al manido recurso de echarle la culpa al sistema educativo, a los padres, a los medios y a cuanto individuo o institución presuntamente descuidaron la formación del joven que hoy se atreve a opinar, y a quien de paso se castiga por vivir una realidad más cómoda y feliz que la del infeliz que sufrió las carencias y golpes del pasado.
Y, por cuestiones de edad, se pasa del menosprecio a la descalificación y en situaciones extremas al ninguneo, no solo en el ámbito de la cotidianidad familiar o en los intercambios en redes; también se puede apreciar este rechazo en los medios, cuando un joven se "atreve" a opinar sobre un hecho del pasado frente a quien supuestamente vivió esa época (porque hay mucha gente que estuvo allí, pero no la vivió). Y lo que es peor, también se produce tal situación en el ámbito académico: en el aula y en los eventos intergeneracionales. El resultado puede ser incluso traumático, pues la victimización y la indefensión aprendida toman por asalto la mente joven, hundiéndola en la pasividad, la autonegación y la sensación de fracaso.
Por ello es que, suelo darle este consejo a mis jóvenes estudiantes, cuando se ven confrontados a situaciones de menosprecio, descalificación y ninguneo por parte de los adultos, en las redes o en cualquier espacio, físico o virtual:
Si un día se encuentran con un alterado energúmeno o un soberbio aleccionador que busca descalificarlos diciéndoles que no saben nada del terrorismo (o de cualquier otro asunto del pasado), porque no sufrieron los apagones o los coches bomba, o no se enfrentaron a los subversivos; sin alterarse por lo dicho, respóndanle que entonces él tampoco sabe nada de la guerra con Chile porque no vivió bajo la ocupación chilena o, que no puede hablar de la campaña independentista, porque no luchó al lado de San Martín o Bolívar.
Y es que no se puede ir por la vida dando lecciones de historia, cuando hemos vivido solo una pequeña parcela de la realidad, solo una parte del tiempo, que no alcanza para entender el hecho en su integridad, ni sirve de mucho para entender los procesos, que por su complejidad y amplitud, para profundizar en ellos se requiere abordajes especializados, los que, una vez reunidos, pueden ser de utilidad para entender el conjunto. Por el contrario, haber vivido una experiencia puede parcializar y condicionar nuestro análisis, sobre todo cuando, como consecuencia de esa situación hemos tenido una experiencia traumática. De ahí la importancia de tomar distancia de los hechos para procurar tener una visión objetiva. Es lo que, en la investigación histórica se denomina "distancia temporal"
De otro lado, un joven puede saber más acerca de un hecho o fenómeno del pasado por haber investigado esa realidad, delimitando el objeto de estudio, problematizando el asunto a estudiar, y manejando las fuentes primarias y secundarias que les permitirán conocer el fenómeno concreto que se ha propuesto indagar, pudiendo con ello responder a las preguntas formuladas, los objetivos trazados o la hipótesis planteada. Y los jóvenes de hoy, en nuestras universidades, se están preparando mejor que antes para la tarea de investigar, pero sobre todo para la tarea de conocer y analizar de manera crítica el pasado, a fin de dejar de lado ese relato hegemónico, esa historia escrita a medias, esa historia oficial que no funciona como una memoria viva, sino como un olvido funesto.
Ya llegará el momento en que se anteponga el espíritu académico y científico al conocimiento empírico, que es útil, pero no basta para cambiar la realidad.
Desde luego que haber vivido una época es valioso, porque nos permite brindar un testimonio de lo ocurrido, pero ese y otros testimonios, documentos, imágenes, y cuanto se pueda recabar, deben ser evaluados y contrastados, para llegar a construir una interpretación objetiva y verídica del momento.
No caigamos pues en el ridículo de descalificar a los jóvenes que no tuvieron la suerte o la desgracia de vivir nuestra vida, que al final de cuentas las generaciones posteriores se servirán mejor de nuestras vivencias si las trasmitimos con sabiduría y no con soberbia.
Hoy más que nunca necesitamos que los jóvenes, como lo pidió hace más de un siglo Manuel Gonzales Prada, vayan a la obra, dejando de lado a quienes tienen la mente anquilosada, y yendo de la mano con quienes estén dispuestos a realizar ese diálogo intergeneracional que se requiere para que la sociedad peruana empiece a caminar hacia un futuro seguro, con una comprensión del presente, que una revisión crítica y objetiva del pasado permitirá alcanzar.