Ya se acercaba el fin del milenio y Lima seguía siendo el escenario de los conflictos que surgieron como consecuencia de la configuración de su nuevo rostro; uno que la migración había modelado.     

Como era habitual desde 1994, el 31 de mayo se celebraba el Día de la Canción Criolla, que, en un intento de apertura sociocultural, se buscó llamar “Día de la Canción Peruana”, y en aquella ocasión el alcalde Alberto Andrade organizó un evento en un lugar poco frecuente: el Paseo de los Héroes Navales, entre el Sheraton y el Palacio de Justicia. Donde participaron músicos de muy diverso origen y variado género musical.

Desfilaron por el escenario cantantes y grupos criollos, que matizaban su presentación con toques de música tropical y boleros, y cuando le tocó el turno a una cantante que deleitó al público con su voz cristalina y su arpa andina, de la que obtenía coloridas notas de sentimiento huancaíno, se escucharon algunas voces de protesta sazonadas por la cerveza, reclamando airadamente que se trataba del Día de la Canción Criolla, no de la música folklórica, y que en ese evento no debía tocarse música serrana. Cosa que no se reclamó cuando se escucharon boleros o música tropical, lo cual hacía evidente el racismo subyacente en tales expresiones

Estos airados criollos, eran unos cuantos, pero eran. Probablemente expresaban lo que algunos más querían decir y los que muchos más pensaban. Para ellos el criollismo había sido desplazado. Sensación que tenía que ver más con su temor a quien consideraban el otro, el migrante, ese que había venido a ocupar “su ciudad” y cambiar las costumbres de sus ancestros, que por cierto, no quedaba claro cuáles eran y si quien se sentía ofendido o temeroso de la “invasión” realmente podía demostrar su “pureza” criolla o su rancia limeñidad. Aquello que alguna vez excluyó a la capital del resto del país.

Esta experiencia no hubiera pasado de ser una mala anécdota, si es que no se vincula a esa “guerra contra la informalidad y el comercio ambulatorio”, que se emprendió durante la gestión de Andrade y que no dejó de tener un contenido racista; a pesar de la apertura antes mencionada a otros géneros que no fueran el criollo, que en verdad se trataba de una celebración con invitados, un intento de inclusión paternalista. Dicho de otra manera: “Cholitos, ustedes también pueden participar de esta celebración criolla, pero no se olviden, es el Día de la Canción Criolla”. 

Celebración de una Lima que, producto de la migración, en realidad ya estaba "andinizada", solo que algunos no lograban ver esa condición real de la “Ciudad de los Reyes, de los Chávez, de los Quispe”.

Un racismo que tuvo su punto de inflexión en la década de los 90, en cuyos inicios se instala esta historia que voy a narrar.

En las sección cultural de El Comercio se había anunciado la presentación de un nuevo poemario de Antonio Cisneros en La Estación de Barranco, ese santuario de moda del espectáculo y la literatura. Y acudí presto a la invitación, sobre todo porque por aquellos tiempos buscaba vincularme con los poetas y adentrarme en sus círculos literarios, tan pintorescos como excluyentes, y ello ante la inminencia de llevar a la imprenta mi primer compendio de poemas, que siguiera al libro de cuento publicado y presentado en ese mismo lugar, semanas atrás. Texto que por cierto no obtuvo acogida ni tuvo repercusión, precisamente por no haberme promocionado como es debido entre los narradores y sus seguidores, porque la calidad literaria en nuestro medio queda en un segundo plano cuando se tiene buena prensa y buenos amigos, y yo no tenía ninguna de las dos cosas. Solo un mal libro de cuentos que ahora está enterrado en algún lugar.

Así que llegué con mi vestimenta para la ocasión, temprano, para alcanzar mesa y poder ver llegar a los consagrados poetas y narradores del momento. Aunque ya varios se me habían adelantado. Y es que no se trataba de cualquier evento; un poeta principal, una voz consagrada presentaba nueva obra literaria. 

En la puerta el administrador me reconoció y me invitó a pasar.

Pude alcanzar a saludar a Rocío Silva Santisteban, y a Mario Bellatín, que no me devolvió el saludo, probablemente porque no se acordó de mí o porque, cuando estaba en la universidad no le compre el bono de su primera publicación. Difícil era decir entonces que andaba permanentemente misio. Situación que no ha cambiado mucho hoy.

Eduardo Rada me pasó la voz. Él había presentado mi libro aquella vez, y siempre fue un buen tipo. Por allá estaba el enigmático Fonchín, cultor de la poesía japonesa, de quien me contaron que era primo del poeta que esa noche presentaría su decimosexto poemario. Y me pareció ver más allá a Blanca Varela y a… ¿César Calvo? La verdad no sé si era él. La frente amplia lo delataba, pero no me detuve a explorar más en sus facciones, igual no me acercaría a saludarlo porque no lo conocía. Aunque en este mundillo no faltaba quien abordase a un escritor como si él le debiese algo o como si hubiese dormido con él o ella la noche anterior. Es lo que atormenta a los famosos, el impulso que mueve a los fans a estar cerca de ellos y recibir un poco de su fama. Un impulso que jamás asomó por mis fueros.

Debo admitir que la falta de vida social me pasaba factura, por eso me detuve un momento a pensar sobre las poses, palabras y actitudes que debía tomar. Ya con un libro publicado debía parecer importante, y por ello no me acerque a saludar, esperé los saludos. Algo que para los efectos a que había venido, no venía muy bien.

Finalmente recalé en una mesa donde una poeta arequipeña, joven y sencilla hasta el olvido, un animador cultural muy locuaz, impertinente y amanerado, y una señorita que vislumbraba la mediana edad, muy modosita y pálida como un pétalo de rosa blanca a punto de marchitar, ya estaban sentados. Los miré, los saludé con una sonrisa espontánea, les pregunté si el sitio estaba ocupado y ante su cordial gesto me senté, dejando sobre la mesa los ejemplares de mi libro de cuentos que pensaba obsequiar, y que atrajeron la mirada de mis contertulios, a quienes no adelanté nada para no tener que obsequiarles un ejemplar. Solo iban a caer en manos de literatos reconocidos... o por lo menos conocidos.

La música de un remedo de jazz, con rasgos latinos neoyorquinos, que provenían de unos pequeños parlantes colgados en las vigas de madera de las esquinas empezó a invadir el local, mezclada con los ruidos de las animadas conversaciones que se formaron en las mesas, sobre todo aquellas que ya concluían su segundo vaso. Ruido al que contribuimos los que estábamos reunidos, haciendo las consabidas preguntas: Hola, ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas? ¿Qué te trajo por acá? ¿Conoces a…? ¡Mira, ahí está…!

La charla era tan sosa como insuflada de apariencias. Todos queríamos ser parte de la movida cultural de entonces, aunque no supiésemos qué se estaba haciendo y quién era quién. Solo queríamos convencernos que formábamos parte del movimiento literario limeño, tan socavado por aquella época por las circunstancias económicas y políticas. Y tan polarizado además.

Aquello fue parte del aprendizaje, hacer contactos y mostrarse, aunque lo que se escribiese no tuviera mucho valor literario. Lo importante era tener algo publicado, aunque fuese una plaqueta. Más adelante, con ocasión de un encuentro literario en la Universidad de Lima, el poeta chileno Gonzalo Rojas me dijo, cuando le entregué una plaqueta: “Publica libros hijo, las plaquetas se pierden en los libreros”.

Así que, aburrido por la charla, con un “permiso, ya regreso” (cómo si les importara), me paré para recorrer el lugar, saludar a quien quisiera saludarme y buscar un trago. Después de todo había bar libre y bocaditos. En la presentación de mi libro solo se repartieron vino y bizcotelas, en una reunión que pareció más bien un reencuentro familiar.

Luego de tomar un apurado cuba libre, sin dejar de vigilar mi silla y mis libros, me dirigí al baño. Me encerré en el cuartito del wáter y empecé a soltar el agua retenida, dejando escapar toda la tensión reunida. Mientras esto hacía entraron dos tipos al baño, con movimientos rápidos y distendidas risas de hombres maduros, soltando frases sueltas que daban a entender que ya estaba por empezar la presentación. Tras su entrada escuché claramente como ponían seguro a la puerta y luego de unos segundos hicieron algunas aspiraciones cortas pero profundas, que solo pude entender cuando abrí la puerta del cuartito privado. Los dos se miraron y uno de ellos, el del bigote me dijo sin mayor empacho “¿Quiéres?” y con una sonrisa nerviosa les dije “no gracias, sigan nomás”, saliendo raudo del baño con la sensación de haber compartido un momento de complicidad con dos personajes importantes. Tonto de mí, qué mejor ocasión que esa - pensé más tarde - Total, no habría sido la primera vez.

Al llegar a la mesa mi sitio permanecía libre aún y la conversación estaba más animada. Los vasos de coctel casi vacíos sobre la mesa lo explicaban. Y no hubo preguntas sobre los libros, que permanecían volteados, sin mostrar mi nombre para nada.

Parece que la conversación giraba en torno a los migrantes y a la transformación de Barranco y Miraflores. Fue en ese momento que la madurita blanquiñosa preguntó, ¿Y ustedes de dónde son? La pregunta parecía inocente y las respuestas lo fueron más. Pero lo que siguió fue una declaración de origen que resultó más bien un gesto de desprecio y discriminación:

- Ah no, yo soy bien limeña… y estoy orgullosa de mis ocho generaciones de limeños, por parte de padre y madre.

Ella era probablemente una de esas limeñas empobrecidas que reclamaba a los cuatro vientos su pasado seudoaristocrático y su denominación de origen: ser limeña, y mostraba sin empacho su desprecio a todo lo que viniese del interior, porque lo de afuera no lo objetaba. Es más, ahora que lo pienso, estoy seguro que de haberle preguntado, de dónde eran los anteriores a esa octava generación, me hubiese dicho: de Europa.

En el Perú de entonces, ser racista, aún era tolerado en los círculos culturales. Después de todo estábamos en Barranco, un reducto veraniego de la limeñidad de antaño, y quien presentaba obra era un miraflorino, orgulloso de su origen y de su hinchaje celeste, que venía de atrás, de su amor al Sporting Tabaco, un club de fútbol de otro de aquellos lugares que los limeños reclaman como muy suyo: el Rímac.

Para mí no era más que pura huachafería limeña, la parodia de un oscuro pasado que ya empezaba a diluirse en la mente de la mayoría de creadores peruanos que ocupaban ese salón. Aunque solo fuera en el discurso.

Media hora después de la señalada para iniciar la presentación ocuparon la mesa el editor, el poeta Antonio Cisneros y su amigo, el ubicuo narrador Fernando Ampuero, mostrando la misma vivacidad y sentido del humor que hace un rato les vi en el baño.

¿Mis libros? No recuerdo con exactitud a manos de quiénes fueron a parar.

En cuanto a La Estación, no he vuelto más, pero sí a un Barranco que ya no fue el que vieron mis ojos de niño, ya entonces cargado de anacronismos y despojado de tradiciones, que el tiempo ha reducido a cuentos para turistas y platos de comida criolla de colorida y sincrética personalidad.