Hace casi cuarenta años, por coincidencias de la vida llegué a Trujillo tres días antes del arribo del féretro conteniendo los restos de Víctor Raúl Haya de La Torre, en agosto de 1979. No fue un viaje planificado, solo una escapada, sin otro objetivo que el conocer una de las joyas del hermoso norte peruano, sin haber tenido noticias previas de lo que nos podía esperar. 

Aquella vez, como en otras ocasiones, viajé “tirando dedo”, con un amigo del colegio que me invitó a conocer a su familia en La Libertad. En el viaje hicimos tres paradas: en Chancay, Pativilca y Chimbote, donde decidimos tomar un bus porque ya nos resultaba difícil conseguir que alguien más nos "jale".

Al llegar a Trujillo, muy temprano por la mañana, descubrí que mi amigo, quien se ufanaba de tener familia en la zona de Miraflores (distrito de clase media trujillano), en realidad los tenía en el anexo Sausal, uno de los grupos habitacionales de la ex hacienda Casa Grande (que por entonces era cooperativa), a donde fuimos luego de unas horas.

Ya desde la carretera notamos un gran movimiento hacia la "Ciudad de la eterna primavera", de gente que acudía a despedir al líder aprista, muerto unos días antes. 

Estando allá se nos ocurrió dar una vuelta por la Plaza de Armas y entrar a una panadería cercana para desayunar, lugar donde nos lanzaron la pregunta de rigor: ¿Vienen al entierro de Haya? Con la ignorancia propia de dos adolescentes desinformados de fines de los 70, y la ausencia de malicia que entonces poseíamos, contestamos que no, a lo que la señora replicó inquiriendo: ¿Son apristas?. Nuestra respuesta fue rápida y rotunda: No, somos simpatizantes del partido PP… (osea, el que estaba de moda entre los muchachos poseros y arribistas de la Lima clasemediera), lo cual obtuvo una inmediata reacción de la señora y un valioso consejo que agradecimos: ¡No digan eso! digan que vienen al entierro, y que son simpatizantes del APRA, sino la gente se va a molestar y los pueden maltratar. La sensación de temor fue inmediata, pues en aquellos tiempos era largamente conocida la vocación autoritaria y matonesca de los apristas, sobredimensionada en mi imaginario, por un padre militar que no escondía su antiaprismo.

Luego de terminar la bolsa de leche chocolatada y cuatro panes con jamonada, de los diez que compramos, salimos del lugar más preocupados que antes, porque mi amigo no encontraba la dirección de la casa en Sausal. Había que ir al lugar y preguntar por la familia Rodríguez.

Resulta que él no había ido nunca a Trujillo y tuve que hacerme cargo de averiguar por algún auto u ómnibus que nos llevase al lugar. A unas cuadras de la plaza de armas los conductores de unas combis voceaban: ¡Chan Chan... Huanchaco!

Sacamos entonces la cuenta de la hora, y verificando que por el lugar también habían carros a Casa Grande, decidimos ir a visitar Chan Chan antes de emprender el rumbo a Sausal. La visita fue corta pero provechosa. La inmensidad y riqueza de la ciudadela Chimú pagó el viaje entero. Pero lo más interesante estaba por venir.

Al empezar la tarde, y luego de almorzar el resto de panes con jamonada que nos proveímos en la panadería (como lo hicimos antes de salir de Lima), llegamos al paradero de los buses en Trujillo que nos llevaron a Casa Grande. De ahí a Sausal tomamos unos colectivos que nos dejaron en el anexo antes de caer la tarde.

La búsqueda del hogar de los Rodríguez fue corta. Apenas una treintena de modernas casas comprendían el anexo. Pero eso sí, rodeada de pequeños lotes agrícolas que se asignaron a los cooperativistas, una plazuela central con un muro blanco donde se proyectaban películas, y a unos metros el estadio y la piscina del anexo. Se trataba de un poblado con pocos años de existencia que aún mostraba los vestigios de la riqueza y el esplendor que en su momento tuvo la gran Hacienda Casa Grande. Hoy distrito de la provincia de Ascope, a 50 kilómetros de la capital de la región La Libertad.

La recepción en Sausal fue de lo mejor. El amigo que me trajo aquí era un sobrino bien querido y eso nos proveyó de abundante comida (un tanto picante para mi gusto), una cómoda cama y el acompañamiento de los primos, que nos hicieron conocer los alrededores, e incluso organizaron un “huaqueo” en noche de Luna llena, con todo el ritual previo y la parafernalia que ello requería, a fin de conseguir cerámica, telas o cuentas para elaborar "chaquiras". Cosa que era muy preciada entre los jóvenes del lugar.

Pero el lunes 6 de agosto el movimiento en el poblado fue inusitado. Al amanecer había tres ómnibus esperando en la plazuela central, que los pobladores, en su mayoría hombres y apristas, ocuparon apresurados, a sabiendas que el tiempo apremiaba. Irían a recibir el féretro de Haya de la Torre que llegaba a su morada final. Mi curiosidad y el respeto a los nuevos amigos me llevaron a uno de los buses, donde me acomodé sin mayor previsión.

Antes del mediodía ya estábamos buscando lugar en la Plaza de Armas, atiborrada de gente exaltada que levantaba el puño y ondeaba pañuelos blancos gritando consignas y cánticos que no conocía pero que, por temor a ser considerado un infiltrado, trataba de repetir moviendo los labios; tal cual se repiten las frases de la misa, para que no se moleste el cura y la mamá.

Como en un mitin político, un concierto multitudinario, un partido de fútbol y una ceremonia religiosa; todo ello junto, el ambiente llegó a su clímax con la llegada de los restos mortales del líder aprista en hombros de los dirigentes. La masa fervorosa, fiel a su pasado y tradición y dolida hasta las médulas se contagió del llanto, de la emoción y acompañó toda la noche, desde su lugar, al líder que era velado en el local partidario, para ser enterrado al día siguiente.

El aguardiente y el cigarro fueron el complemento necesario de aquellos deudos, vestidos para la ocasión, que sabían que con la muerte de Haya concluía una época, y esperaban que lo que viniera fuera tan esperanzador como los primeros años de su movimiento: tiempos de luchas y persecuciones, pero de mucho compromiso y entrega

Hoy, a punto de cumplirse cuarenta años de aquel hecho luctuoso para el pueblo aprista, escribo esto como testimonio de lo vivido, casi de manera accidental. Acerca del día en que terminó de morir ese movimiento que se quiso revolucionario y socialista; que fue caudillista, mesiánico y rozó el fascismo. Ese movimiento político que se traicionó asimismo, y que fue la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) o simplemente, partido aprista.

Y a partir de entonces empezó a nacer un movimiento que solo buscaba capturar el poder, vacío ya de su ideología (porque quedó desfasada y se diluyó en interpretaciones personales o de facciones del partido); con la misma estructura y modos, pero a expensas de las ambiciones de los autodenominados delfines y oportunistas, formados en las canteras del partido, que se apropiaron del nombre, la inscripción, la organización, a las bases y a las masas, que por un tiempo encandilaron y engañaron, pero que hoy se debaten en múltiples dilemas; entre ellos, el más importante: ¿Se puede refundar un partido que ha perdido contenido y que es una suerte de cascarón vacío, o hay que crear uno nuevo, sobre las cenizas del anterior?

Ya se verá, si se mantienen en el mismo error, o terminan por desaparecer. Por el bien del Perú…