El primer recuerdo que tengo de un partido mundialista aún se conserva en mi mente como una borrosa fotografía. La familia reunida ante un pequeño televisor en blanco y negro, compartiendo un almuerzo dominguero, para ver jugar a la selección peruana, tal vez contra Brasil. No recuerdo que pasó antes, pues las huellas que dejó el terremoto del 70, probablemente borraron las demás imágenes de encuentros anteriores y velaron esos momentos. Debo haber gritado los goles ante Bulgaria y ante Marruecos, y el solitario tanto que Cubillas anotó ante Alemania Occidental. 

De aquellos días, me ha quedado el recuerdo de la tarde de domingo en la que, mientras jugaba en mi cuarto, indiferente a los problemas del mundo y a las tristezas y alegrías que generaba el fútbol, la tierra empezó a temblar, como si millones de personas golpearan el suelo con sus saltos, al tiempo que elevaban al máximo sus voces.

A pesar del interregno de la copa mundial de Alemania en 1974, a la que no fuimos, pero que seguimos por la Tv. Yendo incluso a ver uno que otro partido al “Amauta”, en “pantalla gigante”, los años venideros nos acercaron al fútbol de una manera casi visceral, pues por encima de las pasiones que generan los triunfos de los clubes locales, a mediados de la década del 70´, iniciamos un prolongado y satisfactorio romance con la bicolor, que empezó con la conquista de la Copa América de 1975. Aún recuerdo el gol de media “chalaca” de Oblitas a Chile, en Matute, el gol de tiro libre al ángulo del gran Cubillas y el saltito del “loco” Casaretto, en Brasil. Y luego llegó el vini, vidi, vici del “cholo” Sotil, cuando, luego de su escapada del Barcelona, vino para darnos el triunfo ante Colombia y la ansiada copa. Ese fue un gol que bien valió un Perú.

La locura en las calles fue inusitada. Las celebraciones en el Ovalo de Miraflores se prolongaron hasta muy entrada la noche. Fue nuestro primer baño de masas, con los amigos del barrio que probamos aquella vez la euforia del fútbol, y uno que otro trago de licor.

Luego se realizaron las eliminatorias para el mundial de Argentina 1978. Y al Perú le toco jugar con Ecuador y Chile. En ese proceso hubo muchos goles, pero tres en particular, han quedado grabados en nuestra retina: el zurdazo del “Jet” Muñante, para empatar con Chile en Santiago, el cabezazo de Sotil, y el gol de Oblitas en el viejo Estadio Nacional, en el 2 a 0, con que clasificamos a una liguilla que luego nos llevaría al mundial. Fue una noche memorable, en la que se mezcló el fútbol con la política y el nacionalismo brotó a borbotones. Fue casi contaminante. Y es que se trataba de Chile, a un año de cumplirse 100, del inicio de la guerra que enfrentó a ambos países. Por ello es que el triunfo y las celebraciones no dejaron de tener esa connotación chauvinista.

No es necesario decir que aquella vez las calles de Lima se llenaron de autos, banderas, mucho gentío y desaforada exaltación. Y por supuesto, la ciudad fue inundada por ríos de licor.

La liguilla posterior en la que perdimos con Brasil, pero ganamos por goleada a Bolivia, nos llevaría definitivamente al primer mundial que mis ojos vieron con la expectación de quien se siente parte de algo importante.

Los preparativos en el barrio, de aquellos muchachos que ya frisábamos la mayoría de edad (gracias a las nuevas leyes que rebajaban la edad adulta de 21 a 18 años), fue muy especial. Sobre todo para el primer partido con Escocia. Un buen ceviche, mucho licor y una casa toda para nosotros. Casi una decena de jóvenes eufóricos, esperando gritar nuestro primer gol mundialista, con toda la fuerza que da la juventud y un poco de alcohol en la sangre.

Pero la felicidad no llegó pronto. Primero fue la frustración del gol escocés y la angustia del penal cometido por Chumpitaz, que al ser tapado por otro loquito querido, el arquero Quiroga, despertó en nosotros una esperanza que se hizo realidad con los goles de Cueto y Cubillas (el eterno Cubillas), en una tarde que jamás olvidaremos, no solo porque, como consecuencia del primer gol de “Loro” Cueto, salieron volando licor y restos de pescado por los aires, sino porque esos gritos de ansiedad contenida se prolongaron hasta la madrugada, por toda la Avenida Larco y el Ovalo de Miraflores, que recibieron a miles de hinchas que querían celebrar un triunfo más de nuestra selección. Fue apoteósico, y no volvió a repetirse con la misma intensidad durante el resto del mundial. Peor aún, la debacle de la segunda ronda nos hizo entrar en un trance depresivo que tuvo que esperar algunos años para espabilarse.

No fue sino hasta el año 1981 que volvimos a rozar la gloria, cuando ganamos a Colombia en Lima y a Uruguay en el Centenario de Montevideo. Eran tiempos en que se luchaba el cupo jugando en grupos de a tres, en Sudamérica. Aquella vez tuve la ocasión de asistir con mi padre y mi cuñado al Estadio Nacional, para ver los dos partidos, con Colombia primero y luego con Uruguay, gracias a una entrada doble que entonces tuvo un precio muy elevado. Por eso decidimos ir a tribuna sur, el mejor lugar para sentir el fútbol.

Los goles de Uribe y Barbadillo en Lima, ante Colombia los viví desde la tribuna, aquel 16 de agosto de 1981. Sobre todo aquel cabezazo de “Patrulla”, frente a sur, que nos hizo saltar de nuestros asientos de cemento, aquellos tiempos en que se veían los partidos, la mayor parte del tiempo sentados.

La victoria ante Uruguay, con los goles de La Rosa y Uribe, nos hicieron creer nuevamente en la clasificación, y nos llevaron de nuevo a las calles de Lima, a celebrar lo que ya parecía hacerse costumbre para el Perú: ir a un mundial.

Y llegó aquel 6 de setiembre de 1981, en una tarde que guardo en mi memoria con mucho aprecio. Mi padre, mi cuñado y yo, nuevamente en, esperamos con impaciencia ver un gol que nunca llegó, pero que tampoco vino del equipo rival, produciéndose un empate que nos dio la clasificación directa al mundial de España 82. Aquel día, mis ojos estaban puestos en la cancha y en el rostro de mi padre que se encendía de emoción y me ponía en alerta, pues venía de un infarto, y temía que tantas emociones pudiesen afectarlo nuevamente. Pero pudo más su fortaleza y su amor por la blanquirroja, pues esa tarde saltamos abrazados como tres jóvenes, los minutos previos al término del partido, gritamos con emoción:

¡Perú, Perú, Perú!

El pitazo final fue un momento eterno. Nuestros ojos se humedecieron y nuestra garganta fue exigida al máximo. Ese fue un momento mágico que no olvido y que estoy seguro, mi padre, donde se encuentre, tampoco lo hace. Queda decir que aquella tarde todo fue fútbol, el abrazo de la gente, la celebración de los jugadores en la cancha, y el paseo en hombros al gran capitán Chumpitaz que no podía contener las lágrimas, pues además de saberse ganador, sabía que ese partido estaba marcando su retiro de la selección, como efectivamente ocurrió.

No hubo grito de gol aquella vez, ni lo hubo en el mundial de España 82, al menos no con la misma intensidad de los antes celebrados. Apenas si nos alegramos por el soso tanto de “panadero” Diaz a Italia, que significó un empate. Pero el grito de verdad tenía que esperar. Porque mundial tras mundial, la clasificación nos fue adversa

En los próximos años, hubo gritos de gol que vaciaron mis pulmones y me alegraron el día, la semana, pero no la vida. Recuerdo el gol de Oblitas a Argentina en la eliminatoria de 1986, cuando llegamos al estadio a ver jugar a Maradona, pero vimos a Reyna no dejarlo jugar. También los goles a Chile y a Brasil, y sobre todo aquel gol de Fano, luego de la corrida de Vargas, que se le hizo a la Argentina de Messi en el último minuto, y que tuve la suerte de ver desde la tribuna occidente en el Monumental.

Hubo muchos goles que no significaron gran cosa, porque fueron como golondrinas solitarias en verano, o como esas lluvias mentirosas que caen en Lima. Y la espera se prolongó por 35 años. Toda una vida.

Me case con una mujer maravillosa, terminé mi carrera, mis hijos nacieron, crecieron, y la sensación era de permanente espera y frustración. Hasta que de pronto, en unos pocos meses, el hombre que nos había sacado de la última posibilidad de llegar a un mundial, y a quien yo dije que solo perdonaría si nos devolvía a uno, hizo los cambios necesarios para devolvernos la esperanza, pero esta vez con la posibilidad real de llegar nuevamente al mundial.

Ricardo Gareca y sus muchachos nos llevaron aquel día 15 de noviembre del 2017 nuevamente al mundial, y ese gol que esperé gritar por 36 años, desde aquella tarde de 1985, se hizo realidad cuando en el minuto 27 del partido, Cuevita le dio un pase a Farfán y éste reventó el arco de Nueva Zelanda. Aquella noche, como hace más de tres décadas yo me encontraba en tribuna sur, con mi hijo. Mi gran deseo de repetir la experiencia vivida con mi padre, probablemente hizo que nos ganemos unas entradas en el sorteo que se realizó, y que fuéramos al mismo lugar que me vio presenciar la última clasificación en 1981: Sur medio, pegado a occidente.

La emoción producida por el tanto de Farfán fue mayúscula, fue un gol que grité con toda la fuerza contenida por años en mi ser, y que reunió en ese desaforado grito todo lo que había estado guardando por mucho tiempo: La necesidad de saber que el Perú seguía siendo ese país triunfador en las canchas, la frustración de no gritar un gol de clasificación en el estadio, aquella vez de 1981, el deseo de repetir con mi hijo esa emoción antes vivida y el saber que ese grito de gol se reunía con otras millones de voces que necesitaban sentirse parte de una experiencia por décadas negada: la de sentirse ganadores, la de saberse los elegidos, la de ir a un mundial.

Hoy, en esta madrugada en que escribo esto, al alimón, de corrido, con palabras que brotan incontenidas, espero volver a ver a mi selección en una cancha mundialista, espero vivir la experiencia de un gol en un mundial y sentir la emoción de tocar el cielo futbolero con un triunfo que llene nuestros recuerdos de nuevas experiencias, para no tener que estar recordando siempre los goles de Cachito o de Cubillas (que no dejaremos de agradecer), sino, a partir de hoy, los goles de esos once guerreros de Gareca. Y saber que mi hijo y los hijos de todos, que no han sabido lo que es vivir estas experiencias, puedan crear su propia historia y guardar memoria de uno o más goles que contarles a sus hijos.